miércoles, 14 de diciembre de 2011

Blanco y negro

En la fabrica todos los empleados ya se hallaban dispuestos a comenzar su trabajo. Pasadas tres horas una mujer rubia, joven y de ojos dormilones (no hay que olvidar que se trataba del turno de noche y aquella mujercita no había dormido casi por sus obligaciones de madre y ama de casa) tuvo una alucinación que en realidad no era tal. “Qué raro” pensó la joven madre “debe ser la falta de sueño y el exceso de trabajo”. Como creyó que no podía ser y que tan solo eran imaginaciones suyas dio por bueno el conguito blanco. Así el conguito blanco fue a parar junto a los demás conguitos negros armándose un gran jaleo dentro de la bolsa. “¡Un conguito blanco!” “¡Un conguito blanco!” Gritaban los conguitos negros aterrorizados “¡No es de nuestra especie!” “¡Que se vaya! ¡Fuera!” Pero el conguito blanco, acongojado, no podía irse porque la bolsa estaba cerrada. ¿Cómo salir? ¿Cómo escapar ante tanto conguito enfurecido?. Así, a pesar de los intentos de los conguitos negros por echar al conguito blanco, la bolsa fue transportada junto a las demás al supermercado de la C/ Fuentespina en el barrio de Santa Eugenia. Allí una reponedora la colocó en el estante de la sección de galletas y chocolates sin saber lo que se cocía dentro de la bolsa que había cogido con sus ásperas manos. “¡Hay que echarle!” repetían ¡”Esto es intolerable!” Pensaron en hacer un agujerito en la bolsa y por el echar al conguito blanco pero si lo hacían se escaparían todos y serían pisoteados por tacones y suelas de humanos. Como no se les ocurría la manera de deshacerse del conguito blanco le insultaron y atacaron. Realmente se sentían muy incómodos junto aquel conguito que no era como ellos.

La abuelita estaba muy dicharachera aquella mañana. Su hija, como todos los días, ya se había marchado al trabajo y ella se había quedado al cuidado de su nieto, un niño muy sensible y tierno. Vivían en una calle llamada Fuentespina, justo en el barrio de Santa Eugenia. Se trataba de una familia que aunque no era rica vivía muy cómodamente y podía permitirse numerosos caprichos.

La abuelita y el niño bajaron a hacer la compra y entraron en el supermercado donde se hallaba el conguito blanco.  Nada más entrar, el pequeño, se escapó a la sección de dulces. Y entre cruasanes y bizcochos encontró algo que avivó su recuerdo. ¡Conguitos!. Su abuelo paterno siempre traía escondida una bolsa cuando iba a visitarle. Con su voz de trapo pidió a su abuela que se los comprara a lo que la anciana accedió con una gran sonrisa.

El niño no se lo podía creer ¡Un conguito blanco!. Enseguida se lo enseñó a su abuela, emocionado, ya que él era coleccionista de cosas extrañas que consideraba tesoros. Por supuesto no se lo comió sino que lo guardo en su caja de tesoros. Una caja de porcelana china que su tío le había traído de uno de sus viajes. El conguito blanco fue admirado por todos los primos del niño que cada vez que iban a su casa eran invitados a contemplar aquella curiosidad tan maravillosa. El niño lo acariciaba y le daba los mejores cuidados. Lo besaba y lo columpiaba ya que se trataba del tesoro más increíble que había encontrado hasta entonces. En su caja se hallaban otros tesoros de menor calidad. Como una piedra en forma de corazón y una pluma de paloma. Sin duda el conguito blanco había sido la sorpresa más alucinante que el niño había tenido desde hacía tiempo. Mucho más que su osito de peluche gigante o el tren eléctrico.

 El conguito, finalmente, fue expuesto en un museo que el niño diseñó cuando de mayor se convirtió en arquitecto y se le ocurrió proponer aquel sueño de la infancia.