viernes, 10 de julio de 2015

La condena de las horas

Hora maldita. Maldito diablo
Hay una mujer que siempre a las seis de la mañana está en la estación. Es bajita y redonda, como la Luna en persona que suele marcharse a esas horas para que llegue ella, esa mujer, de párpados caídos por somnolencia o tristeza, eso no lo sé. Ella, entonces ilumina u oscurece o ambas cosas, ese lugar de paso como lo es la propia vida. Ese lugar de viajeros, pasajeros sentados pensando, escribiendo, hablando, leyendo, disfrutando un buen tema como pasajera es la vida que nos lleva a otro destino si hemos cumplido el nuestro o al mismo si hemos tropezado demasiadas veces. Perdedores empedernidos como el humo del tabaco que nos envejece sin llegar, como las páginas de los libros antiguos que se vuelven a editar como ese techo amarillo que hay que pintar. Siempre queda otra oportunidad. Pienso que, quizá en algún momento, tuvo una cita con alguien a esa hora. ¿Su amado? o ¿Tan solo un pequeño diablo? Parece esperar, inquieta. Da vueltas, como el reloj que sobre nuestras cabezas, incesante en su condena, como burro de noria, marca un minuto tras otro, segundos… Cruzamos miradas. No me dice ni la digo nada. Veo que habla en voz baja. Susurros, secretos que seguramente solo escuchará el viento que es quien trae y se lleva el amor. El aire, oxígeno que respiramos y que gracias, gracias a quien quiera que sea podemos decidir de que color teñir. Noto que le duele la piel o quizá solo es que se acaricie, se pellizce y se de un manotazo pensando que es él, el de la seis de la mañana en la estación. Y yo pienso “no te preocupes. Puede que fuera un loco, un borracho, un hombre que te cobre caros los recados, un señorito que no se cambia de ropa interior, un hombre con buen sueldo pero muy feo o un pobre huérfano buscando una mamá” y yo intento decirla “no esperes más” e intento decirme a mi misma “ni tú te preocupes por quien no te debes preocupar”. Pero ella sigue ahí. Todas las mañanas me la encuentro a las seis.
Un día, a esa misma hora se lió a pedradas contra el reloj de la estación. La policia la acusó por desarme público y ella dijo que como los armados eran ellos no podía hacer más. Así que se quedó desarmada por amor (o eso creo por lo que despues pude escuchar de la gente que lo vio) “él está preso pero nadie se lo quiere decir. Él es conocido en todo el pueblo. Sí, ese delgadito que solía ir con gafas de sol”. Mientras la metían en el coche recogí todas las colillas que tiradas dejó y en el suelo, junto a los torniquetes y el destrozado reloj dibuje un corazón. Las campanas de la iglesia de la plaza dieron las siete y, a lo lejos, en carretera, asfalto difuminado por la niebla chillé ¡vuelve mañana a las siete, quizá pueda arreglarse tu corazón!