miércoles, 17 de agosto de 2016

A cualquier hora

Espero a que llames
En la intensidad
Del sentimiento
Que no quiere
Hablar contigo
Y aún así
Espero a que llames
Para no responder
Y...
si acaso intentas
Arrancar mis palabras
Que sea por otro motivo.

Por eso te digo
Ve lento
No intentes
Ir más rápido
De lo que te permiten
Tus pasos.

Ve lento

Cuando veo
La ausencia en tus ojos
Entonces te digo
Ve despacio
Acércate a mi
No tienes
Nada que temer
La lluvia
Lo está
Gritando a cántaros
En este momento
En el que
Te ofrezco mis labios

Luchar contra la ausencia

No hay peores momentos como aquellos en los que solo esperas la noche y cuando llega intentas apaciguar el sufrimiento recostando la cabeza en una almohada fría, de decepciones y desengaños. Fría, pero no congelada porque el corazón sigue latiendo en una sucesión de segundos acompasados que parecen no tener fin. Entonces intentas librar esa batalla que permanece desde hace ya muchos años en el interior... y bajas las persianas, y corres las cortinas por temor a que ese desconocido, ese que anda vigilando, él que sabe, siga atento exactamente, muy cerca, con el motivo que no sabes aún. Pero él sabe perfectamente a qué hora te levantas, a qué hora vas a la compra, por que atajos intentas llegar. Y mantienes la luz encendida, como un deseo ambibalente por la iganorancia, el desatino de no saber qué. Y es que desde niña la oscuridad te ha dado miedo, por eso y quién sabe qué das luz al desconocido que bajo tu ventana mira pidiendo a gritos lo que sabe que no es una confusión.

Y es que no hay nada peor que las diatribas, cuando el camino se bifurca y no sabes por donde torcer.

Aquella noche llovía, como siempre le viste ahí parado, con el cabello empapado y algunas gotas resbalándole por la cara. Te pareció jóven, unos diecisiete. Pero es que jamás te habías fijado en él hasta ahora. Solo conocías sus pasos, de suela blanda pero que de algún modo sentías, escuchabas tras de ti. Solo sabías que su olor era singular, parecido al de un adolescente que acaba de salir del gimnasio y su silueta tras la ventana, bien proporcionada, opaca  bajo los tímidos rayos de Sol.

Atormentada durante tanto tiempo. Haciendo miles de cosas para olvidar, para no pensar....

Entonces un día te volviste y le miraste y te pareció que era un escaparate donde la maniquí eras tú y no supiste y no te salían las palabras pero, de pronto, una felicidad inmensa inundo tu corazón. Le abrazaste.

- Hoy es Año Nuevo- Dijo él cuando, azorado pudo desprenderse suavemente de aquella mata de pelo desordenado.

Y ella contestó conmovida:

- Siempre se vuelve a casa en Año Nuevo.