Llegaron a aquel lugar
cogidos de la mano, solo que sin entrelazar, solo rozándose en el murmullo de
un viento que parecía gemir, lamentar o maldecir. Llegaron a la gran casa,
inerte, llena de vidas de ultratumba… solo faltaba un campo de cipreses. A esa
gran casa, la más grande de un pueblo de angostas calles y madrugadores
solitarios, junto a otros, que igualmente amanecen su jornada con un vino y una
mueca por sonrisa. La gran casa coronada por el gesto que ahuyenta a los
vampiros. Risas de payasos sin pinta-labios y ancianas pálidas de sufrimiento,
con la vejez en sus rostros como ríos de sabiduría que se resisten a desembocar
en el fin de un mar, cualquiera que sea y en su pataleta ñoña aún sujetan, aprietan
un rosario enjugando sus lágrimas en esa fe que hace ya siglos recuerdan les
inculcaron y nunca se atrevieron a contradecir. Esa cruz maldita que amenaza en
lo más alto. Sepulcral silencio para el más desesperado. ¿Se puede ser más
misericordioso?
Ella nunca vio llorar un
santo, ni supo de suspiros en monjas a no ser que fuera por sus dulces,
manjares que jamás sentirían en las manos de un hombre. Pero ellos no anhelaban
sangre, solo algún consuelo, que en su desesperación les llevó al lugar más
cercano y menos venidero.
La madre, venida a
menos, desde que dejó de ser la niña, en el oleaje violento de insultos azules
heridos por las lanzas de luz de luna. Entrevió esas amenazas al evitarlas
vislumbrando a través de la rendija de la cortina y una madurez incipiente la
llenó aún más de espinas que quiso clavarle en la noche de más falsa pasión más
no pudo. Esperó. Esperó hasta que ya no pudo esperar más. Así que se unió al
quehacer de aquel indeseable y aquella noche de derroches flagelantes conocidos
como inciertos y vomitados tantas veces en el café de otra mañana miserable
escuchó los graznidos hiperbólicos de aquel monstruo que escondía sus
verdaderos antojos tras una guitarra tatuada de flores psicodélicas y una
peluca larga y desaliñada por melena.
El pijama de rayas que
soñaba con los dulces ojos de la rubia que pacientemente le despertaba no dudó,
ni por un momento, en ir tras de ella cuando esta se lo pidió con tan solo una
bolsa de pequeño sustento y poco dinero en el monedero.
Se alojaron en el hostal
más cercano, más barato, no sin antes celebrar la más atrevida fechoría a un
demonio sin patas, a punto de pudrirse en el infierno más cruel mientras niño y
madre, ángeles aún con alas buscaban su patria. Compartieron helados y sonrisas
bajo una luna que no les enviaba lanzas sino designios de oro.
Un insomne y humilde
camionero, de esos que saben dar la enhorabuena, les condujo camino a su
pernoctante casa.
Atrás quedaron gritos,
improperios, malas escenas, cosas tiradas, trapos sucios sobre la cara de ella,
niño asustado abrazado a un osito de peluche sin vida que ella construyó con la
mayor delicadeza y a el que él arrancó los dos botones que tenía por ojos para
que en su delirio psicopático, no fuera testigo, ni chillara a oídos de los
vecinos la siempre silenciada tragedia.
Marcha adelante y atrás
todas las horas marchitas, que la hacían bajar la cabeza, aún siendo la flor
más bella de la primavera. No pisotearás más mis pétalos puros, blancos como
estrellas. Ni se te ocurra perseguir mis pasos o cinco patrullas te encadenarán
en tu merecida condena.
Pero el niño no quería
estar allí. Esos sacos blancos que cubrían unos diálogos ininteligibles le
provocaban lágrimas, un hastío de cosas inciertas, un no con sus más profundas
dos letras. Junto al agua bendita intentó ella no darse cuenta de que tantos y
tantos se fijaban en su bonita falda corta y esos tacones que siempre consideró
una escalera para subir al cielo, un cielo que, en realidad, no sabía si era
destino, si estaba escrito antes de nacer de ese vientre que nunca llegó a conocer.
Penetró sus dedos en el
agua, bañó los carrillos del niño que se retiró asustado al momento, como si
hubiera sufrido una descarga eléctrica. La madre vio que lloraba y al sacar un
fino pañuelo del bolso él vio una botella de un líquido que sintió peligroso
pero a la vez salvador.
Sonaban canciones, rezos
a los desamparados, gentes arrodillándose clamando misericordia a sus
sinsabores, se bendecían, se daban la mano con una sonrisa… el niño la empujó.
Ambos rompieron con aquella actitud inverosímil con un golpe a la enorme
puerta. El silencio ahora no era sepulcral sino ensordecedor. Se fueron
corriendo. De la mano, pero no entrelazada. El niño seguía empujándola. ¿A
dónde vamos? Mi misma sangre, mi misma carne. Al salir respiraron aire puro, un
nuevo mundo les esperaba. Volvieron al hostal. Con pocas monedas, cariños y
complicidad pudieron saborear una buena cena.
Al día siguiente,
mientras ella rechazaba la luz del sol que cegaba sus ojos resacosos vio un
camión aparcar cerca de su paradero.
Aquel momento nunca fue
enmarcado en la iglesia pero ella supo que llegaban mejores tiempos. Tiempos en
los que la tierra ya no sería árida sino llena de provisiones bajo árboles
llenos de todos los frutos. Ninguno prohibido. Un paraíso donde ya jamás se
llamaría Eva.