viernes, 30 de diciembre de 2011

En las nubes permanece tu recuerdo


Mamá llegó del mercado, con el carrito a sus espaldas toda la santa cuesta que había que subir hasta llegar a nuestro portal: el nº 48 de la calle Alegría. Pero mi madre subía muy sería y con los ojos acuosos. Otra vez había estado llorando. Se puso la bata. Una bata primaveral que parecía un mantel de los que se extienden en un campillo para celebrar un pic-nic. Y del bolsillo sacó un pañuelito blanco bordado por ella misma. Con él se secó las lágrimas que ya empezaban a caer y recorrer sus mejillas ligeramente arreboladas por el calor de la chimenea recién encendida. Yo me calentaba al fuego de aquel salón acogedor, con cuadros prerrafaelistas en las paredes y cubertería de plata en las vitrinas. No sabía por qué lloraba esta vez mi madre pero debía ser muy grave pues estalló en sollozos creyendo que yo dormía en mi cuarto. Después una llamada telefónica y entre suspiros un “pero no puedo tener otro. Todavía estoy muy débil...” Mamá acababa de superar una infección de estómago que la había dejado muy debil. Llegó a estar tan grave que su cuerpo no absorbía los nutrientes necesarios por lo que adelgazó mucho y al mismo borde de la muerte estuvo. Le costaba respirar todavía y se la veía desmejorada. Lo entendí enseguida. Hablaba con el médico. Iba a tener otro bebé. La noticia recorrió mi columna vertebral como si fuera un cubito de hielo en pleno invierno, con las habitaciones enfriadas por la noche y sin un fuego que calentase las manos. Se me debió poner una mirada temerosa pues noté que arrugaba mucho la frente y las comisuras de mis labios se curvaban hacia abajo en una mueca de total desagrado. Lo que vendría después, ya me imaginaba, serían múltiples atenciones a ese pequeño y vulnerable ser que, sin duda, se convertiría en el rey de la casa. Un rey egoísta, egocéntrico y narcisista que me quitaría todo el protagonismo. Por su puesto esto no lo pensaba conscientemente. Yo solo sentía como si un pedazo de mi corazón se hubiera muerto. Cuando llegó mi padre se produjo una fuerte discusión en la cual yo intenté mediar empujando a mi padre, pues él era el que gritaba fuerte y levantaba las manos con gesto amenazante. Pero después del sofoco vi a mi madre sonreír, escondida en un rincón, mientras pasaba el paño a su figurita favorita: una niña bebiendo de una fuente.

Al día siguiente, hurgando en el bolso de mi madre, como acostumbraba a hacer sin que ella me viera, descubrí un cuaderno. Las cubiertas eran blancas y en su interior reconocí la letra de mi madre escribiendo a una tal Rosita. El texto era muy largo. Por lo menos de dos páginas y en un lateral de la hoja ponía la fecha con bolígrafo rojo. La letra de mi madre era muy bonita. La minúscula redondita y cuidada como la de mi profesora del colegio y la mayúscula elegante y afilada como una vampiresa de verdad. Al principio no lo entendí pero según iba leyendo me di cuenta de que se trataba de cartas a su futura hija. Mi madre todavía no sabía lo que iba a ser pero en su fantasía se imaginaba a la niña de la fuente y la canción que inventó para ella, en otros tiempos, cuando papá todavía la besaba con ímpetu y le hacía el amor con ternura. En esa canción la llamaba Rosita. Me sentí tremendamente enfurecida pues a mi, durante su embarazo no me había escrito cartas o, al menos, yo no las había visto. Sentí deseos de matar a esa niña. La usurpadora de mi amada, pues en mi fantasía yo estaba enamorada de mi madre y aquello no podía ser más que una traición. Fue pasando el tiempo y mamá tejía jerseys diminutos y compraba patucos y demás prendas infantiles. Incluso hablaron de comprar la cuna y algunos utensilios para el cuidado del próximo hermano. Yo, me moría de envidia.

Como siempre aquella noche me mandaron pronto a la cama. No hubo pasado ni una hora. Siempre atenta al pequeño reloj, iluminado por una vela, que parecía un diamante perdido en una cueva. Cuando mis padres empezaron a hacer el amor. Mi madre gemía simulando placer y mi padre la embestía como descargando en ella toda la agresividad contenida de un día de perros. Yo los espiaba tras la puerta de mi dormitorio. Entonces mi madre me vio y yo corrí a la cama temiendo que en su vergüenza me abofeteara la cara. Pero calló y continuó con el acto que yo sabía que para ella era un suplicio. En mi cama envidiaba a mi padre y su falo. Con el poseía a mi madre, la hacía suya y a la par a esa niña, Rosita, que iba a nacer. Yo no podía poseer a mi madre porque no tenía falo. Me habían castrado, por mala. Por desear la muerte de la hermanita y por muchos otros pecados que cometí siendo muy niña. Por otro lado temía que mi padre con su falo matara a la hermanita pues lo imaginaba fuerte como una barra de hierro y doloroso dentro del sexo de mi madre. La iba a matar. Los oía gemir, se revolcaban, se chupaban y olisqueaban como animales. Entonces me convertí en mi padre, ya me había quedado dormida, ahora tenía falo y podía poseer a mi madre. Mi pelo, dorado y lacio como un sauce, seguía siendo el mismo pero el rostro era el de mi padre. Sin embargo era yo y estaba haciendo el amor con mi madre. Por fin estábamos juntas. Llenas de un ardiente deseo, disfrutando la una con la otra, amándonos como dos enamorados donde no cabían ni hermanos ni progenitores. La embestí con mucha fuerza. Y entonces deseé la muerte de esa niña. La que estaba dentro de su vientre. El feto. Y con mi falo intenté asesinarla. Al día siguiente me levante enferma, agotada por un sueño tan abrumador. Me sentía muy mal por mi deseo y mi libidinosa fantasía. Me acerqué a la cama de mis padres. Mi madre aún se hallaba dormida con el semblante relajado lo que le aportaba cierta sensualidad espiritual. Como una virgen pecadora. Quise meterme bajo las mantas, a su lado. Que el calor de su cuerpo envolviera el mío en una evanescencia que me adormeciera. En tonces vi el charco de sangre. Creo que papá también lo sabía pero hacía como si nada. Se encontraba desayunando tranquilamente junto a la ventana de la cocina, mirando el jardín y tal vez pensando que había que cortar algo de la maleza que había crecido a un lado de la verja. Yo me levanté y me puse a jugar con mis muñecas. No sé por qué no se lo dije, tal vez porque sabía que él ya se había dado cuenta y tal vez porque con su silencio me daba a entender que no había que decir nada, Que no se podía hacer nada. Supe que la niña había muerto. Yo la había matado con mi falo la noche anterior. Yo era la culpable. Me puse a jugar con mis muñecas. Eran dos. Las dos de trapo. Una estaba embarazada y la otra le golpeaba el vientre. Cogí unas tijeras y le acuchillé la tripa a la muñeca embarazada. Solo salió espuma esponjosa como la que se utiliza para rellenar algunos cojines. Entonces mi madre  se despertó. Tuvo que marcharse a toda prisa al hospital, ella sola, mientras mi padre leía el periódico y se mesaba los bigotes, indiferente. Aún quedaba en mi la esperanza de que mi madre hubiera vuelto a enfermar y que no se tratara más que de una afección que para nada tenía que ver con su embarazo. Esperé mucho tiempo. Mucho. Esperé a que naciera esa niña. Pero la niña no nació. Un día mientras mi madre limpiaba a la niña de la fuente, en la cocina, me atreví a preguntarla por la hermanita, a lo que ella me contestó que si miraba el cielo en la claridad del día podría ver su rostro en las nubes. Yo me asome a la ventana y la vi. La nube mostraba un rostro infantil con grandes ojos y pelo con bucles de humo. Me fijé bien. Estaba profundamente triste.

Paloma muerta


Hoy no hay niños en el parque. Llueve mucho y hace frío. La soledad se mete en los zapatos y no te deja caminar. Hay una paloma herida en medio de la carretera que lucha por sobrevivir. Pero es en vano. Pronto algún coche la atropellará y en el aire ya sólo quedará un gorjeo acongojado y suplicante. Ya sólo quedarán las plumas de una paloma herida, sucia de barro y maloliente. El viento se llevará sus súplicas de paloma triste y el coche se alejará sin mirar atrás dejando a la paloma muerta. No hay niños en el parque. El viento hace que los columpios se balanceen al son de una leve lluvia como brisa de mar. Los niños están en sus casas, ya en la cama, arropados hasta el cuello, esperando el beso de las mamás y tal vez un vaso de leche. Pero ninguno de ellos verá a la paloma herida en medio de la carretera. Ni siquiera la presentirán, no oirán sus súplicas, no sentirán su frío ni su dolor, ni podrán imaginar su fatal destino. Si algún niño de los que no están esta tarde en el parque hubiera conocido a la paloma tal vez la hubieran llevado a su casa y la hubieran curado. Tal vez la habrían dado de comer y la habrían mimado. Pero desde sus casas no pueden ver a la paloma y ya es tarde para salir a la calle. Las madres acuestan a sus hijos. Pero mañana saldrá el sol y muchas otras  palomas acudirán a los parques para recibir migas de pan de los viejos. Y la soledad ya no se meterá en los zapatos para no dejarte caminar, como mucho alguna dichosa chinita. Y de la paloma muerta ya no quedará nada y nadie se acordará de ella.

jueves, 29 de diciembre de 2011

ÚLTIMA PÁGINA DE UNA MUJER VIVIDA

De niña
Fracasé como mujer-niña. Fracasé como mujer-adolescente. Fracasé como mujer-amante. Fracasé como mujer-universitaria. Fracasé como mujer-esposa. Fracasé como mujer-ama de casa. Fracasé como mujer-trabajadora. Fracasé como mujer-madre. Fracasé como mujer-musa y como mujer-errante.

Ahora, a un suspiro, he de decir... que fracasé en la vida.

Al que quiero tener y que irremediablemente se marcha.......


Llovía en mi ventana. Y mis ojillos se deslizaban por la amargura de las nubes, por la ternura de tu rostro reflejado en la Luna. La noche, esponjosa como un cabello de estrellas de mar, me clavaba su cuchilla plateada. Todo porque no estabas a mi lado. Porque no podía tener la frescura de tu piel, escribir en la página de tu diario besos y caricias. Y voy perdiendo el norte cuando me ruborizo si dices mi nombre. Si tus dedos sigilosos rozan mi pecho bajo las lágrimas blancas de esa lámpara que mi madre nos hizo comprar. La luz seguirá encendida por si ellos vuelven y se meten dentro de la cama, dentro de mi vientre, dentro de mi garganta y me convierten en la otra, esa que tú no quieres tener. Pero la noche es una viuda con vestido de lentejuelas y me ha dicho que ya solo habitas en mi recuerdo, que ahora eres un alma que arrastra sus penas, vagando, rondando a niñas apáticas y desvergonzadas. Que ya no me quieres, que nunca me quisistes.... y yo... te quise tanto.

El techo estrellado


He visto muchos techos. Me han cobijado techos azules, macilentos, con vigas, naranjas, descascarillados, húmedos, techos con mosquitos, con una modesta lamparita sin lamparita alguna, techos apasionados, sonrientes, tristes, amargos, locos, techos borrachos, apáticos, tiernos, aturdidos, melancólicos, aburridos, techos al borde de la paranoia, paranoicos por completo, angustiados, esperanzados, satisfechos, techos embarazados, escuálidos, fofos. Y cada techo ha sido una etapa. Y en las noches, cada techo ha presenciado infiernos y paraísos.

Alguna vez mi techo fue estrellado. Sin duda ese fue mi techo favorito. Techo que presenció un paraíso, una etapa sin barreras, llena de ilusiones, de cuentos. Iba de la mano de mi padre. Él fumaba y me contaba que una mujer rubia le perseguía, una mujer que podía ser una espía, alguien que vigilaba todos sus actos . A mi me pareció ver una estrella en el suelo. Una estrella que se había caído del cielo. De aquel techo estrellado que escuchaba las confesiones de un alcohólico a su hija de cinco años. Y quise coger la estrella pero no pude. Estaba pegada al suelo. Yo la quería tener. Para mí significaba un tesoro único, algo que ningún otro niño tendría jamás, como coger la luna. Un regalo de ese ángel al que rezaba por las noches, el que me dijeron era ángel de mi guarda. Pero la estrella estaba pegada al suelo. Mi padre no la vio. Y pasamos de largo. Él fumando y contándome que había una mujer rubia que le perseguía. Y yo triste por no haber podido coger la estrella. Al siguiente día volví al mismo sitio con un destornillador para despegar la estrella. Pero la estrella ya no estaba allí. Pensé que había vuelto al cielo. Pero, de pronto, vi a mi padre acercarse a mí. Estaba cambiado. No iba despeinado ni con el abrigo sucio. Se había afeitado y su gesto lejos de mostrarse atormentado aparecía luminoso y risueño. En sus manos sostenía algo, como si fuera un pajarillo. Y cuando estuvo a mi lado, abrió las manos y entonces, entonces pude ver ¡la estrella!. Pegué la estrella a mi corazón. Cuando volví a ver a mi padre le pregunté como había conseguido despegar la estrella del suelo y él me contestó “¿dé qué estrella me hablas, María?” Entonces lloré. Lloré porque ya no supe si el loco era él o la loca era yo. Lloré porque enseguida comprendí que los locos éramos los dos. Por que las fantasías con estrella no caben en un mundo materialista. Por que querrían destruirnos junto a nuestros sueños. Y entonces me arranqué la estrella del corazón y se la enseñé y le dije enfadada “de esta estrella te hablo, papá. De esta estrella.” Y él dijo “ah, de esa estrella. Claro, lo había olvidado.” Y como tenía por costumbre, me guiñó un ojo. Creo que al final la estrella se nos escapó. Porque ninguno de los dos hemos tenido suerte. Porque a él le mataron. Porque a mí me han encerrado, me han humillado y la mala suerte se ha empeñado en colgarse de mi mano, como un niño huérfano y diabólico. Y ahora mismo lo único que deseo es que alguien, al leer esto, se de cuenta de que las fantasías valen más que los objetos. Si alguien se armara de fantasías y prescindiese de los objetos... Si ese verdadero héroe existe por favor que me lo haga saber.

martes, 27 de diciembre de 2011

Duele tanto.....

Sonríe

No temas nada
Mariposa sin alas
Muerta
Debajo de una cama

Lucha hasta caer exhausta
Vas descalza
Y te clavas
Las espinas de los corazones

Así los salvas
De su amargura
Invierno triste
Oscuro
Echados en la cama
Recuerdan otros tiempos
Cuando su mujer
Preparaba café
Al rumor
De una tele
Balanceando los pies
Al calor
De un brasero

Los salvas de su soledad
En la cama
Deprimente
Licor
Sueño eterno
Si te descuidas
Dentro de esa caja blanca

Y todos dicen
Que no sirves para nada
Y todos dicen
Que estarías mejor muerta
Que no des la lata

Pero con tus pies descalzos
Masajeas sus corazones
Hasta absorber sus espinitas
Esas que un día les clavaron
Y que a ti
Te impiden seguir caminando
Porque duele
Duele tanto.

Tu ausencia me delata


Tienes mucho sueño, cariño
duerme
Aquí dentro
Burlamos al frío
Con nuestros huesos ensamblados
Como en un collar africano.
Cierra los ojos, cariño
Y descansa
Nada te perturbará
Yo guardaré tu cama
Y espantaré
A los monstruos y espíritus
Que intenten robar
Tus sueños.

Al despertar
Tu ausencia
Me devolverá la cordura
La rutina
Y golpearé ese despertador
Que a pitos intermitentes
Me recuerda
Lo irremediable
De los días


Prepararé
Ese café
Que sabe
A tierra de maceta
Tal vez crezcan flores en mi estómago
Y ya solo me alimentaré de agua y sol
La luz de tus ojos y el agua de tu boca

La enredadera de tu cuerpo
Ya queda lejos
Tragada por las luces de neón
El asfalto donde duerme aquel vagabundo
El que llora su libertad

Ausentes las calles de risas y voces
En esa calma
Tu y yo
Nos besamos
Mientras rumorea la carretera
Chismes de vecinos y puertas.

Ahora el camisón de seda
Está más lacio que nunca
Como una flor marchita
Lánguida su caída
Periódico viejo
Gastado
donde se leen las noticias
De un encuentro
Y una despedida.

Fui princesa de tela
Fui muñeca de carne y hueso
Fui ángel inquieto
Fui madre fuerte
Y mujer valiosa
Pero al despertar no fui más
Que la misma de siempre
Pelo enmarañado
Legañas en los ojos
En esos ojos
Que se rompen
Ante tanta fealdad mundana

Ciega
me visto despacio
Con mi ropa de perdedora

En la ventana
Un pájaro a punto de echar a volar
Y yo
Presa de mi locura
Enjaulada para siempre
en esta cuna de cristal.

Al mirarse
Se rompen.

El hombre que lo tuvo todo


Unos labios hinchados y violáceos. El rocío resbalando por las uvas de un campo corrompido, incendiado por una felicidad segura. El viento gime a través de las ventanas abiertas y su aliento se llena de heridas al violar lo íntimo de la estancia.
¿Quién escuchó las llaves?, ¿Quién se escondió?
La ardilla, que estalla el quitapenas contra la pared y huye para resguardarse en la madriguera. La ardilla, que en su refugio, continua llorando.
El hombre la había sorprendido bajo su gran mesa de cedro cubierta por el mantel dorado. El animalillo, entonces, no tuvo mas remedio que salir y explicar quien era. Él ya lo sabía. El portero le avisó cuando, aquel día, le vio regresar antes de lo habitual.
"La pintora sigue en su casa, señor Salas. Un poco rara la chica."
El señor Salas pensó en decirla que continuara con su retrato al día siguiente pero el imán de sus ojos anuló su deseo de soledad. Así se hicieron amigos durante un periodo pequeño. Jugaron a los libros, al ajedrez, a las ilusiones... Bailaron sobre la madriguera cuando hubo botellas y copas. Depositaron sus penas en un cenicero y las quemaron apagando allí sus colillas. Les gustaba destaparse con las manos claras de la noche y dejar las ventanas abiertas. Todo lo compartieron con la brisa, a la que endulzaron el paladar.
Hombre y ardilla llegaron a amarse. Entonces, el señor Salas se sintió completo y se volvió loco.
La ardilla le pintaba durante el día, anhelando sentir su cuerpo en la noche. Hasta que una noche no pudo llegar porque el señor Salas decidió no amanecer.

domingo, 25 de diciembre de 2011

El mal acecha en la noche

El infierno reflejado en el espejo
El niño nació con los pies deformes y una mirada sobrenatural. Sus ojos de un gris cristalino reflejaban todos los pecados del mundo. Lo primero que hizo fue arañar a su madre con una mano que parecía una zarpa monstruosa para acurrucarse después en su seno como si fuera una alimaña. La madre lloraba. Lo sabía. Su embarazo fue espantoso. Demasiado dolor y calamidades. Mientras arrastraba las bolsas de la compra con las punzadas en el pecho y la espalda y la sensación de que se le cortaba la respiración. Todas las noches aquel niño se retorcía en sus entrañas, se movía agitado y no la dejaba dormir. Los dolores de estómago eran muy intensos y siempre acababa vomitando al borde de una palangana que después su marido le ayudaba a recoger. Paños y más paños mojados para paliar unas fiebres que pasaban los 40 grados. Fueron nueve meses agotadores, turbadores, llenos de dolor y penuria que la madre a toda costa quería olvidar. Y ahora había nacido lo que tenía que nacer. Una bestia que hacía extraños gestos con las manos y soltaba un gemido ronco y desgarrador. La madre no tuvo más remedio que bendecirlo a lo que el niño respondió echando un líquido viscoso y parduzco por la boca. Manchó su cuerpo desnudo de toda la gran maldad que habitaba en un corazón del tamaño de un pellizco de sal.


Aquella noche Laura se sentía alegre. Compartiría la cena con su prometido y con su hermana. La mayor. Una mujer culta y atractiva de cabellos desordenados y mirada perturbadora. Era algo enigmática también. A veces se mostraba dulce y mansa como un cordero al que se le da de comer y otras veces era incisiva, mordaz, con sus comentarios a cerca de leyes y política. Laura los adoraba a los dos. Hacía tiempo que no veía a su hermana y guardaba de ella muy gratos recuerdos. Las casitas blancas del pueblo cuando en la azotea contaban estrellas a la luz de un farolillo. Los largos paseos por la playa cuando viajaban a Santander donde tenían un apartamento cercano a la playa. Y su perrita Lucero, la que tuvieron durante tanto tiempo y que después hubo que sacrificar. Su hermana era fina y peligrosa como la hoja de una navaja y ella lo sabía. Fantaseaba con el más allá y mantenía relaciones con altos cargos. Se movía en un círculo cerrado de gente que estaba muy por encima de ella pero que la querían y aceptaban como una más pues sus ideas iban acorde con las del  grupo. Todo esto Laura lo sabía.

La cena fue agradable. Conversaron sobre algunos temas que a Laura le superaban. Ella se pasaba la vida encerrada en su cuarto leyendo novelitas románticas y escribiendo en su diario. No prestaba mucha atención a las noticias. Tenía su propio mundo de fantasía en el que solo cabían muñecas seducidas por hombre apuestos y dulces. También estaban sus libros y sus colecciones. Desde terrones de azúcar hasta postales de todos los países. Se entretenía y miraba embriagada por la poesía de su carácter el violáceo  atardecer. Cenaron puré de zanahoria  y pescado al horno. Todo cocinado por Laura con mucho mimo, y después tomaron unas copas y se fueron a dormir.

Laura ya estaba dormida. Sigilosamente unos pies se deslizaron por el pasillo en dirección al compartimento contiguo. Lo siguiente fue una mano rozando un vientre tibio, unos senos levemente endurecidos por el tacto suave y caliente de unas manos enfebrecidas. Después la hermana tanteó un pecho empapado en gotitas de sudor para más tarde notar el bulto que la abocó al acto más desdeñable. Besos de una fuerza sobrenatural les enzarzaron en un apasionado encuentro. En su clandestinidad alcanzaron el placer de las tinieblas quemándose con el ardor de lo furtivo, la prohibición, el pecado que debía ser pagado con sacrificio y penalidades.

A la mañana siguiente la hermana de Laura se despertó radiante. Su blanca piel resplandecía como si fuera la de una niña y su mirada era un fogonazo de alegría y vitalidad. Laura, por el contrario, se levantó enferma. Le dolía mucho el estómago. Sentía mucho frío, tanto que tiritaba y se tuvo que acostar en el sofá echándose varias mantas encima. Los dolores continuaron durante todo el día, las punzadas en la espalda y pecho, los sudores fríos que secaba con un pañito. Y las fiebres de más de 40 grados. Al poco tiempo supieron que estaba embarazada.

Cuando llegó la hermana, en medio de la sala blanca como el abismo, mientras el niño seguía chillando como un cochino al que se va a degollar, una calma se apoderó de aquella escena cargada de un hedor a heces e inyección. La hermana sonrió al niño maliciosamente y un guiño que Laura no vio calmó al pequeño. Lo cogió en sus brazos y solo  entonces, el niño, manso y blando como un muñeco de plastilina, se quedó dormido.