domingo, 25 de diciembre de 2011

El mal acecha en la noche

El infierno reflejado en el espejo
El niño nació con los pies deformes y una mirada sobrenatural. Sus ojos de un gris cristalino reflejaban todos los pecados del mundo. Lo primero que hizo fue arañar a su madre con una mano que parecía una zarpa monstruosa para acurrucarse después en su seno como si fuera una alimaña. La madre lloraba. Lo sabía. Su embarazo fue espantoso. Demasiado dolor y calamidades. Mientras arrastraba las bolsas de la compra con las punzadas en el pecho y la espalda y la sensación de que se le cortaba la respiración. Todas las noches aquel niño se retorcía en sus entrañas, se movía agitado y no la dejaba dormir. Los dolores de estómago eran muy intensos y siempre acababa vomitando al borde de una palangana que después su marido le ayudaba a recoger. Paños y más paños mojados para paliar unas fiebres que pasaban los 40 grados. Fueron nueve meses agotadores, turbadores, llenos de dolor y penuria que la madre a toda costa quería olvidar. Y ahora había nacido lo que tenía que nacer. Una bestia que hacía extraños gestos con las manos y soltaba un gemido ronco y desgarrador. La madre no tuvo más remedio que bendecirlo a lo que el niño respondió echando un líquido viscoso y parduzco por la boca. Manchó su cuerpo desnudo de toda la gran maldad que habitaba en un corazón del tamaño de un pellizco de sal.


Aquella noche Laura se sentía alegre. Compartiría la cena con su prometido y con su hermana. La mayor. Una mujer culta y atractiva de cabellos desordenados y mirada perturbadora. Era algo enigmática también. A veces se mostraba dulce y mansa como un cordero al que se le da de comer y otras veces era incisiva, mordaz, con sus comentarios a cerca de leyes y política. Laura los adoraba a los dos. Hacía tiempo que no veía a su hermana y guardaba de ella muy gratos recuerdos. Las casitas blancas del pueblo cuando en la azotea contaban estrellas a la luz de un farolillo. Los largos paseos por la playa cuando viajaban a Santander donde tenían un apartamento cercano a la playa. Y su perrita Lucero, la que tuvieron durante tanto tiempo y que después hubo que sacrificar. Su hermana era fina y peligrosa como la hoja de una navaja y ella lo sabía. Fantaseaba con el más allá y mantenía relaciones con altos cargos. Se movía en un círculo cerrado de gente que estaba muy por encima de ella pero que la querían y aceptaban como una más pues sus ideas iban acorde con las del  grupo. Todo esto Laura lo sabía.

La cena fue agradable. Conversaron sobre algunos temas que a Laura le superaban. Ella se pasaba la vida encerrada en su cuarto leyendo novelitas románticas y escribiendo en su diario. No prestaba mucha atención a las noticias. Tenía su propio mundo de fantasía en el que solo cabían muñecas seducidas por hombre apuestos y dulces. También estaban sus libros y sus colecciones. Desde terrones de azúcar hasta postales de todos los países. Se entretenía y miraba embriagada por la poesía de su carácter el violáceo  atardecer. Cenaron puré de zanahoria  y pescado al horno. Todo cocinado por Laura con mucho mimo, y después tomaron unas copas y se fueron a dormir.

Laura ya estaba dormida. Sigilosamente unos pies se deslizaron por el pasillo en dirección al compartimento contiguo. Lo siguiente fue una mano rozando un vientre tibio, unos senos levemente endurecidos por el tacto suave y caliente de unas manos enfebrecidas. Después la hermana tanteó un pecho empapado en gotitas de sudor para más tarde notar el bulto que la abocó al acto más desdeñable. Besos de una fuerza sobrenatural les enzarzaron en un apasionado encuentro. En su clandestinidad alcanzaron el placer de las tinieblas quemándose con el ardor de lo furtivo, la prohibición, el pecado que debía ser pagado con sacrificio y penalidades.

A la mañana siguiente la hermana de Laura se despertó radiante. Su blanca piel resplandecía como si fuera la de una niña y su mirada era un fogonazo de alegría y vitalidad. Laura, por el contrario, se levantó enferma. Le dolía mucho el estómago. Sentía mucho frío, tanto que tiritaba y se tuvo que acostar en el sofá echándose varias mantas encima. Los dolores continuaron durante todo el día, las punzadas en la espalda y pecho, los sudores fríos que secaba con un pañito. Y las fiebres de más de 40 grados. Al poco tiempo supieron que estaba embarazada.

Cuando llegó la hermana, en medio de la sala blanca como el abismo, mientras el niño seguía chillando como un cochino al que se va a degollar, una calma se apoderó de aquella escena cargada de un hedor a heces e inyección. La hermana sonrió al niño maliciosamente y un guiño que Laura no vio calmó al pequeño. Lo cogió en sus brazos y solo  entonces, el niño, manso y blando como un muñeco de plastilina, se quedó dormido.