-según ellas- era que sentían su voz desesperada pegada a sus oídos preguntándoles: "dónde está mi hijo?". Deborah apuntaba con precisión atenta a cada gesto, modulación en la voz o expresión emocional. Todas experimentaban lo mismo ante aquel sueño: angustia y miedo. Deborah lo consideró normal, en un primer momento, eran mujeres, muchas de ellas madres. Sabían de lo angustioso que podía ser no saber dónde se encuentra tu hijo y, más aún, en la voz de una figura femenina fantasmal.
Aquel día la visitaron diez pacientes y fue testigo de su espanto ante similar sueño. Cuando terminó su jornada, Deborah sonrió y se llevó todos aquellos apuntes en su maletín.
Estuvo toda la tarde estudiándolos, intentando sacar una conclusión pero lo único que pensó Deborah fue que se trataba de madres mediocres, que no saben educar a sus hijos en el amor, que los cuidan por instinto y, como los animales, temen perder a sus crías. "No lo merezco" pensó. Y esperó la hora punta que pronto daría el reloj. Las doce de la noche, la hora en la que lo más inesperado se puede hacer realidad. Estaba segura que todas sus pacientes ya se habían tomado sus medicinas. Así que se puso el camisón y se acercó al espejo de su dormitorio. Se quitó la peluca. Su cabello era largo y de un rubio cenizo. Se desmaquilló todo el rostro y lució sus finos labios escondidos tras capas y capas de maquillaje y sus dos ojos negros brillaron amenazantes como tarántulas tras retirar las lentillas verdes. Las doce en punto. Entonces atravesó el espejo para mudar a las ciudades de los sueños de sus pacientes.
Lorena Caballero Ortega.