domingo, 18 de julio de 2021

El niño que no llegó a nacer

 



 Deborah era una mujer moderna y realizada. Lucía una bonita melena lisa y oscura. Tenía los ojos verdes y unos labios gruesos que se perfilaba todas las mañanas. Estaba separada ya que su ex-marido la maltrató psicológicamente aunque ella nunca quiso denunciarle ni le guardó rencor por ello. Deborah era una mujer de hoy en día. Licenciada en Psiquiatría, ejercía en su propio despacho de una fundación de ayuda a mujeres sin recursos que habían pasado por episodios muy trágicos en su vida. Pero aquel día no fue como los demás. La monotonía de atender siempre a las mismas pacientes a la misma hora no cambió, sin embargo, aquel día todas necesitaban contar lo mismo. Deborah, por supuesto, las escuchó con atención. Relataban que aquella noche habían soñado con una mujer de cabello largo y rubio, con los ojos negros como arañas y unos labios finos y brillantes. Llevaba un vestido blanco vaporoso y estaba extremadamente delgada. Parecía un espectro. Pero eso no era lo peor. Lo peor 

-según ellas- era que sentían su voz desesperada pegada a sus oídos preguntándoles: "dónde está mi hijo?". Deborah apuntaba con precisión atenta a cada gesto, modulación en la voz o expresión emocional. Todas experimentaban lo mismo ante aquel sueño: angustia y miedo. Deborah lo consideró normal, en un primer momento, eran mujeres, muchas de ellas madres. Sabían de lo angustioso que podía ser no saber dónde se encuentra tu hijo y, más aún, en la voz de una figura femenina fantasmal.

Aquel día la visitaron diez pacientes y fue testigo de su espanto ante similar sueño. Cuando terminó su jornada, Deborah sonrió y se llevó todos aquellos apuntes en su maletín.

Estuvo toda la tarde estudiándolos, intentando sacar una conclusión pero lo único que pensó Deborah fue que se trataba de madres mediocres, que no saben educar a sus hijos en el amor, que los cuidan por instinto y, como los animales, temen perder a sus crías. "No lo merezco" pensó. Y esperó la hora punta que pronto daría el reloj. Las doce de la noche, la hora en la que lo más inesperado se puede hacer realidad. Estaba segura que todas sus pacientes ya se habían tomado sus medicinas. Así que se puso el camisón y se acercó al espejo de su dormitorio. Se quitó la peluca. Su cabello era largo y de un rubio cenizo. Se desmaquilló todo el rostro y lució sus finos labios escondidos tras capas y capas de maquillaje y sus dos ojos negros brillaron amenazantes como tarántulas tras retirar las lentillas verdes. Las doce en punto. Entonces atravesó el espejo para mudar a las ciudades de los sueños de sus pacientes.

Lorena Caballero Ortega.