sábado, 15 de abril de 2017

El secreto


Siempre que paseamos por el parque, por nuestro parque, ese que nos llena de frescor y un inconmensurable azul alma y corazón. Tu mano entre la mía, sin apenas hablar, conservando aún esa timidez y hormigueo en la tripa de cuando nos conocimos. Yo quince, tú diecisiete. Y me sigues preguntando por qué me río tanto cada vez que se nos cruza volando una mariposa blanca en nuestro camino, en nuestro viaje. Tú de mi mano, yo de la tuya. Solo puedo decirte que me causa mucha felicidad, no más porque es un secreto que no te contaré, que haré grabar en la lápida de mi tumba cuando falte, cuando te falte, Dios quiera que dentro de muchos, muchísimos años, por ahora y por siempre hasta el fin no puedo contártelo, no más. Entonces ese batir tan ligero de alas inmaculadas y tú perplejo porque me hacen remontarme al pasado cuando todas las tardes de verano, el reloj marcando las cinco, acudía a este mismo parque a leer bajo la sombra de un árbol. Me acompañaban el olor a eucalipto y el trinar de los pajarillos que, despistados daban saltitos cerca de mi, confundiendo mi cigarrillo con comida desmenuzable. Ambas cosas me encantaban: tanto fumar como adentrarme en esas historias que podías encontrar en los mares de libros llamados bibliotecas. Y ahí siempre estabas tú. Te sentabas bajo otro árbol muy próximo al mío, justo frente a mi, a leer tu libro solo que tú no fumabas. Me fijé, sobre todo, en esos ojillos tras el cristal de tus redondeadas gafas llenos de viveza y curiosidad, en ese atractivo gesto de colocártelas cuando se te resbalaban por tu afilada nariz mientras leías, en tu pelo alborotado como recién levantado ondeando en la brisa; olas de mar y en tus manos grandes y de finos dedos como de pianista.

Coincidíamos casi todas las tardes y durante algún tiempo fuiste un amor platónico para mi. Cada vez pensaba más en ti, cuál sería tu nombre, qué genero literario sería tu favorito, si saldrías con alguna chica, tantas cosas... te miraba sin que te dieras cuenta, embelesado en tu lectura y alguna vez vi que tú también me mirabas como con dos signos de interrogación en tus pupilas. Fue en una de esas que, justo, se me cruzo una mariposa blanca y rápidamente pedí un deseo como tantas veces había hecho antes sin que se cumplieran y, sin embargo, yo seguía repitiendo en homenaje ami abuela que no en vano siendo niña me recordaba de su importancia y la garantía, según ella, de que los deseos se cumplían.

Y ahora, aquí vamos los dos, paseando de la mano, por el parque en el que nos conocimos. Yo treinta, tú treinta y dos. No hablamos mucho y me sigues preguntando por qué me río tanto cada vez que se me cruza una mariposa blanca en el camino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario