jueves, 5 de enero de 2012

Noche cerrada


Era una noche tenebrosa. El fuerte viento azotaba las ramas desnudas de los árboles convirtiéndolas en brazos enloquecidos de lo que parecían brujas o espectros. La nieve caía silenciosa posándose en el suelo con el sigilo de un ratón, de un niño que se esconde, de una ratera a punto de robar unas medias. Y no había luna. El cielo negro como el agujero más profundo no mostraba a su fastuosa reina, ni tampoco estrellas. Era un cielo oscuro como un pozo del que no puedes salir, como una pesadilla. A las afueras del pueblo se hallaba la granja y el granjero, a aquellas horas, se disponía a tomar un vaso de leche caliente e irse a la cama. Pero algo le perturbaba. Era la noche, aquella noche que se deslizaba por su espalda como arañas presurosas, con patas de alambre y ojos de fuego. Hasta llegar a su nuca y picarle. Los escalofríos le estremecían, le faltaba el aire y en su lucha por recobrar la calma se le cayó el vaso de leche al suelo formando un puzzle de cristalitos que el pobre granjero se apresuró a recoger. La angustia podía respirarse en el ambiente del salón. Un salón con chimenea y estanterías llenas de libros. Y afuera la mano del viento abofeteaba todo lo que encontraba a su paso. El granjero no pudo soportarlo más. Agarró el aparato y telefoneó a su médico, el doctor Cuenca. A la media hora el doctor se hallaba en su casa. El granjero le explicó su angustia, su ansiedad y su preocupación. “Creo que esta noche no podré dormir si usted no hace algo”. Le dijo. “Hay algo que me perturba profundamente, por favor ayúdeme”. El Doctor le dijo que solo se trataba de ansiedad y un miedo patológico que respondía a una noche cerrada como de la que eran testigos, que no le diera muchas vueltas y que se tomara un comprimido de la caja que le iba a dar. El granjero pareció tranquilizarse al ver el cartón amarillo con una franja verde donde podía leerse “Somotal”. Tal vez allí se hallara el lecho donde descansar toda su inquietud. “¿Usted no se siente algo desvelado esta noche? ¿No tiene miedo?” le preguntó el granjero “Bueno,” dijo el doctor ”la verdad es que no, no. Me hallaba con mi mujer viendo una película de los Hermanos Marx hasta que usted me llamó. Dorothy es así. Al mal tiempo buena cara, ya sabe”

Cuando el doctor se marchó el granjero se tomó una de las pastillas que este le había dado. Después se sentó frente al televisor. Una película del oeste, disparos y vaqueros a caballo, también alguna bella mujer. En realidad no le interesaban aquel tipo de películas, prefería los dramas románticos donde el conflicto se halla en la consecución del amor por parte de los protagonistas. No tardó mucho en quedarse dormido.

El doctor Cuenca, en su coche, puso un poco la radio y a través de la nieve, que no dejaba de caer y pegarse en el cristal, atravesó la carretera que le llevaría de vuelta a su casa. La música era agradable, clásica. Una danza de copos de nieve, como en los sueños de un niño, se iban quedando dormidos en la superficie de su coche, danzaban con las ramas de los árboles, hacían piruetas, impulsadas por el viento e intentaban colarse en las casas quedándose sin embargo en las rejillas de las puertas. Hubo un choque, el médico se asustó enormemente y frenó en seco. Había atropellado a alguien. La danza incesante finalizó en un charco de sangre. El que divisó el doctor al bajar de su coche y ver a un hombre boca abajo tirado sobre la carretera. Enseguida llamó a una ambulancia que no tardó en acudir. En ningún momento pudo ver al hombre pues los médicos le taparon por completo poniéndole encima de una camilla y llevándoselo en la camioneta. Nadie le dijo nada, aunque preguntó. El doctor Cuenca estaba seguro de que le había matado. Al llegar a su casa no quiso hablar con su mujer. Esta le sugirió seguir viendo la película. Pero el médico le respondió que deseaba dormir y olvidar cuanto antes el percance del cual acababa ser partícipe, aunque esto último no se lo dijo. Sabía que no podría dormir, se hallaba agitado, convulso incapaz de relajarse y concentrarse en algún punto insignificante que le permitiera conciliar el sueño. Sacó del bolsillo una caja amarilla con una franja verde y tomo uno de lo comprimidos. Al poco se quedó dormido.

Un relincho demencial despertó al granjero. Eran las cinco de la mañana. El hombre se refrescó un poco la cara y bebió agua. La tele continuaba encendida, ahora emitían un concurso de letras y números, sin duda, una repetición pues su horario habitual era a las tres de la tarde. Se asomó a la ventana y se dio cuenta de que la nieve había cesado pero no la brutalidad del viento que hacía remolinos llenos de papelitos y ramas. El eclipse continuaba en una noche ciega y enloquecida. De pronto, llamaron a la puerta. El hombre, al otro lado, tocaba el timbre intermitentemente a unos intervalos cada vez menores. Por la insistencia del pito el granjero se dio cuenta de la urgencia y se dispuso a abrir lo ante posible. El granjero vio a un hombre con gabardina y sombrero, un sombrero de ala ancha con el que apenas podía verle la cara. Si acaso una boca torcida que dejaba entrever una hilera de dientes puntiagudos y amarillentos. Le dejo pasar. Aquel hombre le recordaba a alguien pero no sabía a quien. Acababa de tener un accidente con el coche y deseaba hacer una llamada para que acudiera una ambulancia. “Realmente esto es devastador para mí “ dijo el hombre “Padezco del corazón, sabe, Y cualquier susto puede ser fatal” “¿Ha sufrido usted algún infarto?” le preguntó el granjero “Mi corazón esta débil. Padezco taquicardias y arritmias y sí, hace poco tuve un infarto del que pude recuperarme, pero los médicos no descartan la posibilidad de que sufra otros en el futuro”. Después de llamar el hombre se marchó. Al poco llegó la ambulancia. El granjero pudo ver, a través de su ventana, que el accidente se había producido a pocos metros de su casa, pero no puedo ver al atropellado pues los médicos le taparon completamente meciéndole en la ambulancia y llevándoselo. Lo que sí pudo ver fue el charco de sangre que había quedado en el suelo.

Intentó descansar un poco, extrañamente se sentía tranquilo, a pesar de los sinsabores que había presenciado y sentido aquella noche que parecía la más larga de todo el invierno. Se quedó dormido.

Al día siguiente la mujer del doctor Cuenca se dispuso a preparar el desayuno. Le extrañó que su marido aún no se hubiera levantado pues era un hombre madrugador, que le encantaba el frescor de la mañana y escuchar mientras desayunaba, junto a la ventana, el piar de los primeros pájaros. Pero aquella mañana no despertó. La mujer enseguida lo supo. Estaba muerto. Enseguida se acordó del granjero, la última persona con la que había estado antes de morir. Telefoneó a su casa. En lugar del granjero contestó un policía. “No señora Cuenca el señor Fernández sufrió un accidente esta madrugada y ha fallecido”. “Mi marido también....” Más tarde le dirían que fue un ataque al corazón.

A los pocos días la mujer se interesó por una película. Quería ver algo, la noche era tibia y se acordó de su marido otra vez, no podía quitárselo de la cabeza. Cogió unas cuantas y ya se disponía a elegir la apropiada cuando una de las películas cayó al suelo. Se trataba de una película de los Hermanos Marx.