sábado, 14 de enero de 2012

El cartero no tiene quien le escriba

Era una noche clara. La luna parecía una uña amarillenta, tal vez de un vagabundo, aquel que no puede asearse, al que el vino irrita aún más su sufrida garganta y le otorga un calor que le aleja de lo destemplado de un antipático invierno. El cartero, como siempre, a eso de las 12 se hallaba sentado a su escritorio. Con un papelito y un rotulador de punta fina, negro. Más tarde haría los adornos para la ya afamada destinataria de la nota. Los corazones no faltarían ya que se trataba una de una pequeña carta a su amada muerta. Muerta hacía no muchos años, tres exactamente y no la había podido olvidar. Nadie podía sustituirla porque ella era suave como un vestido de terciopelo, dulce como el algodón de azúcar de una feria de cuento, comprensiva, atenta, servicial, una santa. Se llamaba Elena. A veces se mostraba irónica, desde luego era también muy inteligente pero lo mejor es que le amó mucho y nunca le engañó ni le hizo daño. Eso el cartero no lo sabía pero confiaba tanto en ella ¿cómo no confiar en una mujer-niña, una mujer-ángel que jamás haría nada contrario a sus principios y su moral? El cartero como siempre firmo con un “Te quiero, siempre tuyo Alfredo” y guardo la nota en el cajón de su mesita de noche, la de ella. La quería tanto, y tanto dolía el no tenerla a su lado para susurrarle todo eso al oído, las palabras que nunca le dijo... y se arrepentía tanto de haber sido tan duro con ella. Ella enfermó de amor, tanto le quería, cuando él le dijo que ya no estaba enamorado de ella, que el tiempo, la rutina, los hijos, la vida le habían abocado a una especie de día a día insípido donde ella ya no era más que una mujer que le servía la comida y fregaba los platos y ella enfermó y murió de amor aunque eso él no lo sabía. Porque le quería tan intensamente como una goma de chicle que se alarga hasta el infinito. Solo que la goma del cartero se estiró demasiado y unos niños traviesos la rompieron y se metieron en la boca el chicle. Eran ellos quienes mascaban su amor porque también la adoraban y envidiaban el cariño del padre. Más tarde los niños fueron dejados con su tía, una mujerona de armas tomar, que les inculcó mucha disciplina y buenos hábitos. El cartero tenía mucho trabajo, no podía cuidar de ellos aunque los veía los fines de semana y los llevaba al parque o a merendar tortitas con nata. El cartero durmió profundamente y como siempre soñó con ella. La amaba. Al día siguiente repartió mil cartas y al llegar a su casa abrió el buzón: estaba vacío. Nunca nadie le escribía y sentía que era una paradoja repartir mil noticias, mil cartas y que él nunca recibiera ninguna. Era un drama, una catástrofe, una pena. Trabajaba todo el día y su único entretenimiento era ver la tele y escribir a su esposa muerta. Era como un ritual y no se le olvidaba ni una sola noche.

Aquella mañana se levantó más pronto que de costumbre. La noche había sido desapacible. Un fuerte viento había arrancado algunas ramas y había abofeteado sin piedad edificios y ventanas. El cartero observó con espanto que el cajón de la mesita de noche de su esposa, donde guardaba las cartas que le escribía, estaba abierto y todas las notas lucían esparcidas a lo lago del dormitorio. El cartero se apresuró a recogerlas, se dio cuenta de que se había dejado la ventana abierta y era por eso que el cajón estaba abierto y todas las notas se habían volado. Las contó, tosiendo, pues había cogido frío, y se dio cuenta de que faltaba una, se preocupo y la buscó. Bajo a la calle. Busco en el parque, en las basuras por si alguien la había tirado, fue hasta el supermercado mirando las aceras, y las carreteras, miró al pie de los árboles, en los portales que estaban abiertos, debajo de las hojas, miró si se había enganchado en algún árbol, preguntó a los vecinos y a los tenderos del mercado aún temiendo que pensaran que se había vuelto loco. Era un secreto a voces, pero no le importaba. Toda la ciudad lo sabía y tal vez su mujer se hallaba molesta por ello. Le pidió perdón y volvió a su casa cansado, desanimado, enfermo. Se tumbó en la cama y se durmió. Aquel día no fue a trabajar. Cuando se despertó el sol bañaba tímidamente los alfeizares y algunos pajarillos piaban de alegría por el leve pero suficiente calor que les llenaba de un placer inusitado en aquel frío invierno. El cartero bajó a ver si había carta pero como siempre nadie le había escrito y se acordó de lo absurdo de repartir mil cartas cada día para después no recibir ninguna. Estaba claro, no tenía quien le escribiera. El cartero no tiene quien le escriba. Pasaron días muy duros y tristes en los que el cartero se sentía sin aliento, agotado por el duro trabajo y los sinsabores que una nota desparecida había dejado en su alma. Se acordaba de su mujer, de sus besos como despedida antes de irse al trabajo, de su ruidosa risa que tanto le animaba, de sus comidas tan sabrosas y elaboradas con tanto esmero y amor, de toda su bondad. La quiso tanto y la seguía amando. Cansado aquel día ceno poco, un insípido filete de pescado con unas aceitunas. Se acostó temprano, estaba desanimado. Entonces algo le despertó. Eran caricias, en su pelo y en su espalda y una risa burbujeante que inundaba toda la habitación. Se preguntó qué sería eso y se asustó un poco. Pero aquellas caricias, aquellas risas le llenaban de consuelo. Y aquella noche durmió apaciblemente. Así pasaron otras siete noches. Y el cartero poco a poco se iba encontrando mejor. Ya no estaba asustado, aquello era como un remojón en agua caliente cuando hace mucho frío. Hasta que una noche algo le despertó. Otra vez las risas y las caricias solo que ahora además vio una mano que le indicaba que fuera al baño y allí, pegada al espejo vio la nota, la nota perdida, esa que había buscado con tanto afán. “Yo también te amo, Alfredo. Gracias. Ya podré descansar tranquila.” Rezaba al final.